María del Carmen Maqueo Garza
Las vida es una sola desde sus orígenes hasta su final, sin embargo distinguimos en ese continuo diversas etapas que van desde la intrauterina hasta la muerte, y conforme los años avanzan crece la sabiduría en tanto las habilidades físicas disminuyen.
Los niños de la actualidad a muy corta edad son capaces de definir qué quieren ser cuando crezcan, su respuesta estará condicionada por sus propios gustos así como por influencia de los modelos que le rodean en la vida real o virtual, y por las expectativas que a tan corta edad plantean de manera implícita los adultos con quienes conviven.
Tenemos pequeños que desean ser doctores, bomberos o cantantes; hasta aquellos que aspiran a desempeñar roles cuya esencia tiene que ver con la abundancia de dinero o de poder. Si hacemos la misma pregunta a los jóvenes las respuestas irán más o menos por el mismo orden, partiendo de un absoluto altruismo, hasta la consecución de la satisfacción personal total.
Ya en la vida adulta el individuo probablemente haga un paréntesis para revisar sus aspiraciones de joven y una de dos, o refuerza su trayectoria o la redefine; sus prioridades entonces tienen que ver con proporcionar a la familia los satisfactores materiales que ésta demanda. El adulto en plena etapa productiva será capaz durante dos o tres lustros de sacrificar cualquier otra cosa por costear lo mejor en alimentación, vivienda, educación y diversiones para sus hijos. Y ya llegado el ocaso de la vida muy posiblemente ese mismo adulto se cuestione si en verdad valió la pena manejar las prioridades como lo hizo, y tal vez se recrimine haber dejado de lado aspectos muy importantes en la vida de sus hijos que no tienen qué ver con los recursos materiales, y surjan las lamentaciones….
Uno de los aspectos que nosotros como humanos no hemos aprendido de la naturaleza, es el equilibrio; si observamos cualquier ecosistema veremos que de alguna manera los elementos interactúan de manera que se mantienen a ellos mismos pero sin dañar el todo.
Difícilmente nosotros conseguimos copiar ese balance, habitualmente ponemos nuestro pensamiento por delante de la sensatez, y quizás a la vuelta del tiempo sea algo que deploremos. Suele suceder que durante la etapa productiva se invierte demasiado tiempo en trabajar y en allegarse recursos para proporcionar a la familia mejores satisfactores materiales, dejando de lado elementos como la convivencia, la participación directa en las actividades de los hijos, y el sano esparcimiento a su lado, ante la necesidad autoimpuesta de trabajar hasta las altas horas de la noche, fines de semana y días festivos.
Otro elemento propio de los seres vivos del cual tantas veces abusamos, es el afán de competencia, de manera que podemos estar procurando recursos para que nuestros hijos sean mejores que los del vecino o del compadre, inclusive llegando a un modo de abuso hacia ellos cuando les boicoteamos tiempo de diversión o de descanso llevándolos de una clase a la otra, y a la otra, propuestos a que sean los mejores entre sus compañeros. En lo personal atisbo una necesidad de realización de los propios padres a través de los hijos, muy por delante del propio bienestar de los menores.
Cuando volvemos la vista a aquellos que han andado las diversas etapas de su vida y se encuentran en el ocaso, es casi seguro que nos topemos con una visión distinta de las cosas. Viene a mi mente el fragmento de Nadine Stair: “If I had my life to live over” (Si tuviera que vivir mi vida otra vez), erróneamente atribuido a Jorge Luis Borges; a sus ochenta y cinco años ella dice que tomaría las cosas menos en serio, que se divertiría más, que comería más helado y menos frijoles; que viajaría más ligera, que iría a más bailes, se subiría a más carruseles y recogería más margaritas…. Seguramente esa perspectiva del tiempo nos lleva a ver que no había necesidad de sacrificar tanto tiempo en ganar ese dinero que efectivamente cubrió todas las necesidades materiales de la familia, pero a un costo emocional elevado. El hijo gozó ese juguete nuevo, pero sin dudarlo hubiera gozado el doble o el triple la presencia de su padre para jugar con el balón remendado. El joven disfrutó aquella universidad cara de paga, o ese viaje con los amigos, pero cuánta falta le hizo –quizás sin percatarse de ello— la charla franca con los padres; aquella cercanía reparadora que tanto bien hace; la confianza de saber que ellos están allí para escucharlo, para atenderlo, para orientarlo.
Quizá la mayor paradoja sea que para cuando el individuo tiene el tiempo y la lucidez para entender cuáles son los aspectos más importantes en la vida, el tiempo se haya escapado de las manos irremediablemente
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